Samuel vivía en el borde del bosque, en una casa vieja que se tambaleaba con el más mínimo soplo de viento. Desde la distancia, parecía un monumento a la soledad. Los aldeanos evitaban su morada, susurrando historias macabras sobre lo que sucedía detrás de esas paredes decrépitas.
Desde que era niño, Samuel había crecido en la sombra de su padre, un hombre conocido por su habilidad para disecar animales y preparar cadáveres. Los rumores se extendían como el fuego entre los habitantes del pueblo: algunos decían que su padre tenía un pacto con las sombras, otros que había vendido su alma a cambio de su destreza macabra. Samuel nunca prestó atención a las habladurías; su mente estaba en otro lugar, perdida en los recuerdos de Marlen, su amor eterno.
Marlen había sido la luz en la vida de Samuel, la única chispa de calidez en su existencia solitaria. Pero Marlen se había ido hacía años, dejando a Samuel solo con sus recuerdos y su obsesión. Pasaba horas recordando cada detalle de su rostro, cada risa compartida, cada mirada cómplice. La soledad se convirtió en su única compañía, una presencia constante que le susurraba al oído, alimentando su nostalgia.
Una noche, mientras Samuel trabajaba en el sótano, un lugar lleno de herramientas de disección y frascos con especímenes extraños, escuchó un susurro que no provenía de su mente. Se detuvo, con el corazón latiendo frenéticamente. El susurro se hizo más claro, más insistente. Parecía llamar su nombre desde las profundidades de la oscuridad.
Intrigado y aterrorizado a partes iguales, Samuel siguió el sonido hasta una puerta oculta en la pared del sótano. No recordaba haber visto esa puerta antes. Con manos temblorosas, la abrió y encontró una escalera que descendía aún más, hacia un nivel de la casa que nunca había explorado.
Bajó lentamente, cada paso resonando en el silencio opresivo. Al llegar al fondo, se encontró en una habitación iluminada por una luz tenue y espectral. En el centro, había una mesa de mármol, y sobre ella, el cuerpo de Marlen, intacto, como si el tiempo no hubiera pasado. Sus ojos cerrados parecían soñar, y una sonrisa enigmática curvaba sus labios.
El horror y la euforia se mezclaron en el corazón de Samuel. ¿Cómo era posible? La habitación estaba llena de frascos y pergaminos, con escritos en lenguas antiguas que hablaban de rituales oscuros y pactos con fuerzas inefables. De repente, todo tuvo sentido. Su padre había encontrado la manera de preservar la vida, pero a un costo terrible.
El susurro volvió, más fuerte esta vez, y Samuel sintió una presencia a su espalda. Se dio la vuelta y vio a su padre, pero no como lo recordaba. Su rostro estaba desfigurado, con una mueca de dolor y locura. Sus ojos brillaban con una luz antinatural, y en su mano sostenía un cuchillo de obsidiana.
—Hijo —dijo su padre, con una voz que parecía venir de las profundidades del abismo—, he esperado mucho tiempo para este momento. Marlen puede volver, pero necesitas hacer un sacrificio.
Samuel sintió el frío del metal contra su piel y comprendió lo que debía hacer. La tentación era abrumadora. Podía tener a Marlen de nuevo, podía llenar el vacío de su vida. Pero el precio era su alma.
El cuchillo tembló en su mano mientras se acercaba a la mesa. El susurro se convirtió en un grito, y las sombras de la habitación cobraron vida, danzando a su alrededor. Con un grito de desesperación, Samuel alzó el cuchillo y lo dejó caer, no sobre Marlen, sino sobre su propio pecho.
La oscuridad lo envolvió, y en sus últimos momentos, vio a Marlen abrir los ojos y sonreír. Pero no era una sonrisa de amor. Era una sonrisa de triunfo, de una criatura liberada de las sombras.
La casa de Samuel se quedó en silencio, los susurros se desvanecieron y los aldeanos nunca volvieron a ver al ermitaño. Pero algunos dicen que en las noches de luna llena, se puede escuchar una risa espectral proveniente del viejo sótano, y que los ojos de Marlen, brillando con una luz antinatural, observan desde la oscuridad.
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